Secretaría de Cultura, ¿para qué?
- Maite Aguerrebere
- 27 jun 2019
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Durante las últimas dos décadas y media, si bien con altibajos, vino transcurriendo la idea de crear una Secretaría de Cultura. Ahora finalmente anunciada por el presidente de la República, la transición que supone debe ser aprovechada, también, para reflexionar sobre el papel del Estado como gestor cultural y producir una institucionalidad mucho más moderna, más eficiente y más acorde con las características del siglo XXI.

Parto de varias preguntas: ¿debe el Estado, con mayúsculas, tener eso que se llama política cultural? En caso afirmativo, ¿cuál debe ser? Planteado de otra forma: ¿a qué nos referimos exactamente cuando hablamos de cultura? ¿A una cuestión de alta cultura, de cultura selectiva, de cultura popular, de refinamiento estético o de élites, como de alguna manera sugieren, por ejemplo, el polémico libro de Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, o el no tan reciente pero fascinante, de Marc Fumaroli, El estado cultural, o la obra de Gilles Lipovetsky?
¿O en realidad pensamos en una política cultural entendida como fomento de las artes, apoyo a los nuevos creadores, mecanismo de vinculación política con creadores, escritores y artistas, ornamento intelectual del teatro público, parte de los atractivos turísticos de un país o desarrollo de infraestructura? ¿O bien referirse al papel del Estado como editor de libros y productor cinematográfico o como mecenas, entre otras cosas? Es decir, ¿hablamos de una política pública concentrada sólo en la defensa y protección del patrimonio cultural, histórico y arqueológico del país, de sus expresiones populares e indígenas, e incluso de lo que alguna vez se conoció como la identidad nacional? En síntesis, ¿una política cultural, en caso de haberla, trata de todo esto? Esta es una forma de enfocar la cuestión.
Pero hay otra, digamos menos etérea, más racional, más moderna, más eficiente, que podría consistir en evaluar el impacto de esa actividad cultural, y entonces las preguntas son distintas. Por ejemplo ¿cómo medir los efectos de la política cultural? ¿La eficacia, y de qué tipo, es un concepto válido en este aspecto? ¿Qué tan relevante es su impacto económico, como lo ha intentado hacer el INEGI con la Cuenta Satélite de la Cultura en México? ¿Podemos aproximarnos a ella, si fuera pertinente, a través del número y la calidad de los premios que reciben nuestros creadores, por la cantidad de obras que producen, por el tiraje de las revistas, por el consumo de libros, la asistencia de personas a museos, cines o teatros, las visitas en las páginas de internet de sitios culturales y un largo etcétera? En conclusión: ¿tiene alguna función el Estado en la actividad cultural? Desde luego que sí.
Empiezo por repetir la obviedad de que a estas alturas no hay o no debiera haber ya gran discusión acerca de la significación ética, estética, educativa, moral, social o económica de la cultura para un país que intente ser civilizado. La reflexión inicia cuando se examina la función del Estado o, con más propiedad, de los gobiernos en esta tarea. Veamos.
Por décadas, a caballo de la longevidad del antiguo régimen, el Estado vio en la atracción de los intelectuales hacia la actividad cultural (y la política exterior) una forma de lograr cierta legitimación interna y externa que atenuara los excesos del monopartidismo y la falta de una democracia homologable según la tradición occidental. Los intelectuales, por su parte, encontraron en esa una zona “respetable” de relación con el Estado porque significaba disfrutar de las ventajas de la cercanía, en un terreno más o menos neutral, pero sin los costos de una alianza abierta y explícita con los gobiernos del PRI hegemónico. La razón esgrimida por muchos de ellos —estética más que ética— era que el trabajo de ciertas áreas de la administración podía entenderse como “políticas de Estado” y no como acciones del gobierno en turno, y eso ofrecía un capelo moral para los beneficiarios pero sobre todo preservaba su virginidad ideológica y su espacio político.
Algunos de ellos se fueron rotando en cargos en organismos desconcentrados y descentralizados como los institutos nacionales de Bellas Artes, de Antropología e Historia e Indigenista; el Fondo de Cultura Económica; la extinta subsecretaría de Cultura de la SEP y sus direcciones; los canales 11 y más tarde el 22; Radio Educación; embajadas (Fuentes, Paz y otros), consulados y agregadurías culturales; alguna que otra senaduría (Carlos Pellicer), diputación (José Luis Martínez, Jaime Sabines) o gubernatura (Griselda Alvarez), y los institutos estatales de cultura.
Otros no tuvieron o no aceptaron responsabilidades formales, pero disfrutaban de becas generosas, viajes, homenajes nacionales, ediciones de lujo de sus obras, exposiciones, patrocinios publicitarios, contratos editoriales o de consultoría e investigación, cenas y veladas literarias, asesorías y acceso a las mieles, secretos y chismes de la corte. En este reparto de privilegios, en ocasiones pesaron más las relaciones personales, el cálculo político y el oportunidad que la calidad creativa.
Esas prácticas ejercidas por décadas, más el saldo de las controvertidas elecciones presidenciales de 1988, incentivaron al gobierno surgido de ellas a pensar en cómo darle a la actividad cultural del país un nivel institucional más orgánico y más visible. El presidente Salinas discutió con los intelectuales públicos notorios la idea de formar una secretaría de Cultura para darle densidad a lo que hasta entonces era una subsecretaría dependiente de la SEP y era además un buen pretexto para tender puentes con una comunidad que cuestionaba la legitimidad del nuevo gobierno.
La decisión de crear el Conaculta, entiendo que a sugerencia de Octavio Paz, se fundó en la argumentación de que una secretaría, con todas las características institucionales, administrativas y legales de cualquier dependencia de ese tipo, podría eventualmente burocratizar la actividad cultural e, incluso, los espacios de libertad en esa zona siempre gelatinosa que hay en las relaciones entre el mundo de la cultural y el del poder. Además, existía una endiablada maraña regulatoria en el conjunto de las instituciones públicas que integran el sector cultura que hubiera eternizado su homologación jurídica.
Pero hubo otra razón no menor en la coyuntura política: Conaculta ofrecía una buena solución política para mediar entre los dos grupos intelectuales más visibles. De hecho, Héctor Aguilar Camín relata que “(Octavio) Paz vio con buenos ojos la iniciativa del nuevo gobierno de crear el Conaculta. Dio algunas ideas al respecto… compartimos deliberaciones sobre la creación del sistema de becas para creadores y, si no recuerdo mal, la primera ronda sobre el primer otorgamiento de aquellas becas”. La solución salomónica consistió, en coincidencia con la influencia de Paz, a quien, de acuerdo con Christopher Domínguez Michael, Salinas habría ofrecido ser “ministro de cultura en una secretaría de cultura creada ex profeso para él, según me lo contó en 1995”, en parir al Conaculta pero poner al frente a Víctor Flores Olea, que no pertenecía a la capilla paciana sino a la tienda de enfrente.
Por esos años, en otras partes había discusiones equiparables. Por ejemplo, en 1994, el presidente de Colombia, Ernesto Samper, propuso crear un ministerio de Cultura, que finalmente nació, pero en medio de un debate polarizado. Gabriel García Márquez, uno de los opositores de la idea, ofreció dos tipos de argumentos. Uno es, según él, que a “la cultura hay que dejarla suelta a su aire. El Estado tiene el deber de fomentarla y protegerla, pero no de gobernarla”. Y el otro fue que como la cultura “no son sólo las bellas artes”, sino también “la cocina, la moda, la educación, la ciencia, las religiones, el folclor, el medio ambiente, el modo de amar, en fin, todo lo que el ser humano agrega o quita para mejorar o perjudicar a la naturaleza”, entonces “un ministerio para todo sería un órgano desorbitado e incosteable” y “un ministerio sólo para las bellas artes no vale la pena”.
En realidad, tanto Paz como García Márquez pensaban, por razones generacionales, en los ministerios de cultura de los regímenes de Europa del Este que eran más bien ministerios de control o de propaganda, o que terminaron siéndolo. Por ejemplo, recuerda alguno, el Kultusministerium (Ministerio de los Cultos) de Bismarck, Hitler lo hizo suyo, y ya tras el final de la Segunda Guerra ese órgano de la cultura desapareció como ministerio federal y la responsabilidad pasó a los estados. El de la Unión Soviética fue a su vez instrumento de exclusión, de segregación política, y así en prácticamente todos los países detrás de la Cortina de Hierro.
Pero a estas alturas, cuando la mayor parte de las naciones occidentales del siglo XXI, incluido México, viven en la normalidad democrática, en la más completa libertad de decir lo que se quiera y en la era de la revolución tecnológica y de las redes sociales, las discusiones ideológicas para crear o no una secretaría de Estado encargada de la gestión cultural pública ya son irrelevantes, y lo interesante e importante de esta nueva iniciativa es más bien encontrar el diseño y la formulación adecuados para que su organización y funcionamiento sean altamente efectivos.
Existen varios modelos en el mundo. Desde los muy centralizados, como el Ministerio de la Cultura y la Comunicación de Francia, que en las épocas de André Malraux y de Jack Lang al parecer operaron muy bien, hasta las estructuras tradicionales como en España (que ha vivido dos épocas: como dependencia autónoma y, hoy, como parte del ministerio de Educación), la propia Colombia y Argentina; otros tienen, como Chile, un consejo que ahora quiere transformarse en ministerio, y otros más como Canadá no tienen un ministerio nacional, sino un departamento minúsculo a nivel federal; pero son las provincias quienes tienen sus ministerios culturales fuertes, a veces solo para la cultura y en otras junto con turismo, la defensa de la herencia o las lenguas de los pueblos originarios. El mejor ejemplo es el de Quebec.
Hay otro modelo interesante que es el de Estados Unidos. No hay un ministerio ni un departamento sino el National Council on the Arts, que a su vez maneja el National Endowment for the Arts, que es el que administra el presupuesto, y se dedica esencialmente a establecer líneas de trabajo, encabezar iniciativas y dar fondos. Los miembros de los órganos de gobierno de ambos, cuyo titular es el mismo, son nombrados por el Presidente de Estados Unidos para seis años, seleccionados, dice a ley respectiva, por su conocimiento ampliamente reconocido y su profundo interés en el campo de las artes, que tengan un record de servicios distinguidos en ellas o logros eminentes en las artes, y que sean aprobados por el Senado. Hace unos 15 años se decidió que también se integraran seis congresistas como miembros de los consejos.
Dicho esto, es indispensable resolver algunos dilemas administrativos e institucionales que, siendo relativamente menores, faciliten el nacimiento de la nueva dependencia mexicana.
Primer dilema: definir su gobernanza. La arquitectura normativa y administrativa del sector público federal es sencillamente laberíntica. Por tanto, ¿cómo conciliar su cumplimiento cabal y puntual con las abrumadoras demandas de la muy peculiar comunidad cultural o las de la burocracia que pervive en los institutos nacionales, que también tiene lo suyo? Podría explorarse una gobernanza mixta donde, cumpliendo con la normatividad aplicable a cualquier secretaría, exista cierta participación social o privada a través de órganos de gobierno muy bien integrados, que tengan capacidad de decisión en materia de algunos nombramientos, líneas de acción, asignación de fondos, programas, en suma, que, siendo un organismo público, sea también altamente representativo, genere buenas decisiones y se conduzca con total transparencia.
El segundo dilema puede formularse mediante una pregunta: ¿para qué? Puede ensamblarse una secretaría muy eficaz, con órganos de gobierno bien integrados, con gente de elevadísimo reconocimiento cultural y solvencia intelectual, pero ¿para qué? No puede ser, ni a nivel federal ni en los estados, para filias o fobias ni de las élites políticas ni de las capillas culturales. Bueno, ¿entonces para qué? No existe una sola respuesta. Por un lado, cabe distinguir entre política cultural y actividad cultural. Por otro, como Fumaroli advierte, a veces se usa la cultura con fines históricos, invasivos, ideológicos o incluso compensatorios, como fue en Francia en el siglo pasado, y en ese sentido advierte contra la “cultura de la distracción”, contra un ministerio “que se arrogue el papel de guía cultural, promotor del arte de vanguardia y árbitro del gusto”, y contra la improvisación, el despilfarro, la burocratización, el patrimonialismo y el clientelismo en las artes y las letras.
Con esas precauciones, surgen algunas ideas mínimas: el Estado debe concentrarse en unos cuantos ejes de trabajo, muy específicos y que haga muy bien. Por ejemplo, puede y debe incrementar, modernizar y enriquecer la infraestructura cultural; proteger y ampliar el patrimonio artístico, arquitectónico, museístico del país; diversificar en términos de calidad y geográficos la oferta cultural; acompasar en la medida de lo posible la esfera de la gestión y la promoción cultural con la esfera de la educación formal y el sistema escolar, o difundir en el mundo el acervo cultural pasado y presente del país, entre otras cosas. Con eso bastaría.
Tercer dilema: ¿debe el Estado financiar directamente todo o a todos los creadores para que se considere que cumple su responsabilidad cultural? Por supuesto que no. Hay quienes confunden talento con presupuesto, disciplina con subsidios, creatividad con becas: es parte de la cultura clientelar del país y de la cual muchos intelectuales y académicos son emblemáticos. Pero el Estado no es responsable de hacer cultura, ni de producir genios, ni de descubrir artistas. El Estado tiene como deber en todo caso crear las condiciones básicas —libertad absoluta, asignación equilibrada y transparente de recursos, promoción, formación, entre otras- para que los creadores desarrollen su propio talento, produzcan su trabajo con la mayor calidad y sea el público el que decida si le gusta o no, y en consecuencia tengan éxito o no. A estas alturas, es irrelevante suponer que depende de los gobiernos el éxito de los artistas, cualquier cosa que se entienda por éxito. Pero lo que sí se puede es asegurar que los distintos procesos y facultades que corran a través de una secretaría especializada cuenten con una participación rigurosa, una asesoría exigente, criterios de selección objetivos y un monitoreo externo de suerte que las decisiones que se tomen sean las mejores y se produzca una asignación muy transparente de los recursos públicos.
Y, finalmente, cuarto dilema: ¿cultura para quién? O, mejor dicho, ¿a quiénes va dirigido lo que haga el Estado en materia cultural? ¿A los creadores o a la sociedad en su conjunto? ¿A quienes leen a Musil, escuchan a Rachmaninoff, entienden a Matisse, asisten a museos y conciertos de la Sinfónica Nacional o la Filarmónica de Nueva York? ¿O a los que leen a Danielle Steel, les gustan Los Tigres del Norte y disfrutan con el martirio de cuadros pintados por señoras que toman clases una tarde a la semana? ¿O a los que privilegian a los artesanos del cobre en Michoacán y la música de los pueblos indígenas? En fin, es una cuestión de gusto y de elección de cada quien, pero para los gobiernos es un problema de selección y de asignación de recursos, entre otras razones porque, como dice Jack Lang, la cultura es todo pero los recursos son limitados y hay que elegir, y al elegir hay que discriminar. Esto, para los gestores culturales, es un problema real y de todos los días.
La creación de la Secretaría de Cultura es una excelente oportunidad para hacer una evaluación rigurosa de la actividad del Estado mexicano en este campo que permita definir qué objetivos se quieren alcanzar, trazar un claro mapa de navegación y generar un funcionamiento mucho mejor de las instituciones encargadas de ejecutarlo, un nuevo diseño para la toma de decisiones y la formulación y ejecución de las políticas públicas respectivas, un esquema de incentivos que facilite la inversión de mayores recursos privados en las industrias culturales, una diversidad más elevada, más abierta, más global, de la oferta cultural que existe en el país, y una alta profesionalización de la gestión cultural pública.
Artículo de Otto Granados para la revista Nexos.
https://www.nexos.com.mx/?p=26251
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